Sobre la mesa el teclado mudo y negro, un estuche de acuarelas a medio llenar. Faltan colores que se han gastado (aquí no llega el correo, hay que ir a por ellas a la gran ciudad), una lata de cerveza Heineken arrugada. Siempre que la acabo estrujo la lata para que caigan las últimas gotas y se forman burbujas que a veces permanecen segundos reflejando la sinfonía irisada de la luz.
Sobre el papel, la sombra de la mano que se afana laboriosa sin obedecer a una orden clara. Esta vez no. Más bien el movimiento surge de la urgencia, de la necesidad de plasmar algo, aunque sea el ritmo del corazón, de la mente que holgazanea y se pierde en los meandros yermos y circulares de su propio funcionar. No hay hacer sin voluntad, sin la chispa del querer. Sólo la aleatoriedad que pende del hilo que la araña teje a medida que se despeña viga abajo me conmueve. Sería capaz de tejer una tela completa sin importarle que de un manotazo se la pueda romper. ¿Me ve la araña? ¿Es consciente de que un ser intruso amenaza su obra y su vida misma? Desde que nació conoció la casa deshabitada, territorio suyo por completo. Seguramente todas las arañas, de una casa a la otra, deben transmitirse el conocimiento ancestral de que el pueblo siempre fue suyo.
Es útil el lápiz con goma de borrar pues permite eliminar las palabras malsonantes al instante. Malsonante suena a insulto, a taco, pero no. Son las que no casan con el resto, que no caen en gracia. ¿De quién? Del que escribe, ciertamente, pero del que escribe pensando en un lector a quién le sonará bien o mal esa palabra. ¡Qué sé yo cómo se recibirá!
Escribir en un cuaderno sin rayas es agradable. Es libre. Free. Freak. Puedes ir a tu bola. La rectitud la marcas tú. La tienes interiorizada de sobra, igual que en tu vida. Por esto te cuesta tanto crear. Crear es salirte del camino recto a ángulos calculados, salirte de la lógica de la rectitud. La creación es tuerta, coja, polifacética, deforme, irreverente. He pasado demasiado tiempo prisionera de mi piso-jaulita de ciudad. Tengo las rectas incorporadas, los ángulos de 90 grados se aferran a mi retina. Se irán a la fuerza. Aquí los ángulos bailan a su aire. Las paredes se inclinan hacia las otras con reverencia.
En el lateral de la mesa, una acuarela empezada, abandonada a su suerte. Las transparencias del mar empezaron a aflorar, sin mucha definición, pero aún sin comprometer el resultado. Todo depende. Crear es arriesgar, jugártela, partirte la crisma si es necesario. Necesito otra Heineken verde y plata. Atravieso la sala de vigas altas. ¿Cómo llenar el espacio hasta hacerlo mío, flotar en él, nadar en mi pecera tan libre como para crear? El espacio me responde «ocúpame, sólo te espero a ti, a que te decidas a hacerme tuyo, a domarme, a imponerme tu ritmo y tu canción, tal como se doma un caballo». He vuelto a atravesar la sala en penumbra para buscar el sacapuntas y he notado como el espacio me desea, me recibe y me invita a llenarlo más y más. Como el cuaderno de hojas impolutas que quiere mi escritura, el espacio desea que lo penetre, lo ilustre, lo dibuje, para darle vida y sentido por fin tras todos estos años de abandono. Hace veinte años que estas paredes no tienen identidad pues no hay nadie que se las dé. Suspiran por mí, sólo por mí. Me esperan para recuperar existencia y carácter, y yo me hago rogar. Me adentro en la casa lenta y pausadamente como quien vadea un río, tanteando cada piedra, cada raíz debajo del agua, sintiendo el agua que se abre bajo la presión de las piernas a cada paso. Mi impronta es única. Sólo yo abro el agua de esta manera. Las piedras del suelo resuenan a mi carga genética. ¡Abuela, cuando te casaste y entraste aquí por primera vez, enseñaste a las piedras mi melodía! ¡La recuerdan!
No puedo reproducir las transparencias del agua pues son insondables. En el fluir se van unos colores y aparecen otros. ¿Cómo apresar las transparencias del agua? Qué absurdo, el agua no tiene color, refleja los objetos que se miran en ella. La luna, por ejemplo. El cielo, las nubes. También las algas del fondo y los berros de la fuente de los caballos… Acabo de derramar el agua de la acuarela en el mantel de hule a cuadritos blancos y negros y ha empezado a empapar las tapas del cuaderno donde aún no he escrito ni una palabra. Rápidamente lo seco, acaricio la página en blanco, y lloro de emoción porque siento que la casa me ha reconocido.